Esperanza crítica y educación: otros mundos posibles

La esperanza crítica es una herramienta para repensar (y quizá transformar) la educación actual. Parte de una denuncia sobre la realidad educativa, que después transita hacia imaginar (y soñar) cómo cambiar las cosas. Finalmente, recae en acciones puntuales que buscan transformar positivamente el entorno de las y los estudiantes.

La esperanza es una emoción que se orienta hacia el futuro y que persigue la creación de una realidad más justa, un deseo profundo de que las cosas sean diferentes y mejores. Es, en suma, el querer satisfacer una búsqueda humana de completitud. La esperanza también se define como “un estado del ser”, una cualidad necesaria para transformar el sufrimiento de las y los estudiantes en acciones o como un proceso que puede llegar a ofrecer dirección para sobrellevar una crisis, cualquiera que esta sea.

Freire argumenta que los seres humanos necesitamos la esperanza como el pez requiere agua limpia. Sobre todo en contextos educativos precarizados, esta permite a la comunidad vislumbrar posibilidades para desafiar el status quo y para crear espacio para la utopía y el cambio social. Además de ayudarle a convertirse en un agente activo, listo para transformar la realidad dentro y fuera de las aulas.

Ontológicamente, “educación y esperanza son co-constitutivas”, ya que ambas llevan al ser humano hacia una búsqueda de completitud y de nuevas maneras de ser y estar en el mundo. Por ello, generalmente la esperanza se asocia con el trabajo de pedagogos críticos, como Paulo Freire, Henry Giroux, David Halpin, o Darren Webb. El trabajo de Freire, sobre todo, ha sido fundamental para entender el valor de la esperanza en la educación, y ha sido utilizado por educadores contemporáneos –como Duncan-Andrade o Webb– para determinar el papel que juega en entornos educativos actuales.

Gracias al trabajo de dichos pedagogos, la esperanza se ha convertido en una herramienta muy valiosa para entender, cuestionar y, quizá, transformar la educación actual. Como hacen notar McAdam et al., las y los educadores “han tratado de dar dirección a la esperanza al sugerir maneras en las que puede manifestarse en la práctica”, sobre todo en entornos precarizados. Sin embargo, la esperanza también puede dar dirección a las y los educadores al proporcionarles un proceso de crítica que les lleve a mejorar sus centros de trabajo.

Es fácil que la esperanza pierda su curso y que se convierta, más bien, en inmovilismo, inacción y miedo. Si las personas dejan de soñar e imaginar, ésta puede convertirse, más bien, en desesperanza, ya que en ocasiones es difícil ver más allá de nuestra realidad inmediata, en especial si es de violencia, pobreza y marginación. Si pensamos en las y los miles de niñas y niños en situación de rezago educativo debido a la pandemia de Covid-19; en la guerra soterrada de la que son una de las principales víctimas; en el presupuesto gubernamental raquítico que se destina a la educación cada sexenio… ¿Cómo no resignarse?

Para que la esperanza se convierta en una fuerza de cambio para la comunidad educativa debe de poseer las siguientes características. En primer lugar, debe de ser crítica con respecto a la realidad del país, de las aulas, del sistema educativo y de la propia práctica docente. No obstante, ser conscientes sobre las cosas o solo quejarse sobre ellas no es suficiente para superar una “situación de opresión” o inequidad. En ese sentido, la esperanza debe transitar de la crítica a la imaginación y de esta a los sueños sobre otras maneras de ser y estar en el mundo, que lleven a niñas y niños a vivir más plenamente.

Imaginar y soñar diferentes órdenes sociales es, entonces, la segunda característica de la esperanza como fuerza transformadora en el entorno educativo. La esperanza es crítica cuando nutre las posibilidades para el cambio dentro y fuera de la escuela y nos compromete con ideas sobre cómo podrían ser mejor las cosas. Sin embargo, es imprescindible contar con un plan o “diseño” claro que guíe a la comunidad educativa completa, pero sobre todo a las maestras los maestros en su práctica diaria, hacia aquello que quieran transformar. De lo contrario, no les será posible dirigir sus acciones hacia un objetivo puntual. O peor aún, la esperanza puede distorsionarse…

Duncan-Andrade, Freire y Webb advierten que la esperanza también puede distorsionarse y volverse naïve, sobre todo si pensamos que el futuro será mejor solo porque sí; esta es una manera fácil de “eximirnos” de las consecuencias de nuestros actos y de depositar en los hombres y mujeres del futuro -o más específicamente, en las niñas y niños del mañana- la responsabilidad de cambiar las cosas. Por ello, la esperanza requiere que se lleve a cabo ese plan o diseño. Es decir, siempre se materializa en acciones.

Entonces, el último elemento indispensable para que la esperanza sea crítica es que debe de recaer en acciones concretas de las personas que conforman la comunidad educativa. En otras palabras, ésta parte de identificar y denunciar una problemática –por ejemplo, la falta de conectividad en su escuela– a vislumbrar ideas sobre cómo las cosas podrían ser distintas –¿qué pasaría si las y los estudiantes tuvieran acceso a internet en el aula?, ¿de qué manera impactaría esto positivamente en su aprendizaje?, ¿qué se necesita para que esto se convierta en una realidad?, ¿qué acciones se pueden llevar a cabo desde la escuela para hacerlo posible?- a ejecutar algunas de dichas acciones. La utopía es un proceso en construcción, siempre abierto e iterativo.

El pedagogo estadounidense Duncan-Andrade extiende esta noción de la esperanza y argumenta que las y los educadores pueden dotar a sus estudiantes de comunidades en contextos de marginación con recursos para salir de la opresión.

Este docente se refiere simbólicamente a la labor de educar como aquella que permite “cultivar rosas en el concreto”. Cuando los estudiantes viven en contextos muy complicados, puede resultar difícil vislumbrar posibilidades para el cambio. Por ello, las maestras y los maestros pueden dotarles con recursos que les permitan ver “las grietas en el concreto” o aquellas oportunidades que pueden utilizarse para transformar la realidad.

Si la realidad es insoportable, la esperanza, la utopía y los sueños son un imperativo para vislumbrar opciones diferentes a lo conocido, sobre todo en contextos de precariedad. Educación y esperanza, de la mano, pueden convertirse en herramientas para cultivar flores en el asfalto, navegar en mares embravecidos y, por qué no, construir otros mundos posibles.

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